jueves, 16 de enero de 2014

Mi diario-Capítulo IV La alegría en casa del pobre dura poco

Cuando todo parece ir derecho, algo se tuerce.
Al día siguiente de llegar a Sunset Valley mi padre encontró una oferta de trabajo en el periódico. Fue a la entrevista y lo contrataron como cantante de celebraciones. Debía vestir  uniforme -camisa roja con ribetes amarillos y pantalones marrones-, cargar un altavoz y cantar a sus clientes canciones dedicadas. Le pagaban por actuación y debía desplazarse hasta la residencia de sus clientes o sorprenderles con su canción en sitios públicos, lo cual  servía de reclamo para otros posibles clientes. 

La paga era escasa apenas unos 15 $ por canción pero tenía oportunidad de ser promovido a otra categoría más importante y mejor pagada. Mientras más experiencia ganara en el oficio, más elevada sería su categoría y podría actuar en espectáculos, y concursos. De esa manera su carrera ascendería.

Estábamos contentos de cómo nos iba. Percibíamos una tranquilidad que hacia tiempo no sentíamos. En nuestras manos estaba la posibilidad de vivir como una familia normal y por primera vez en años vi sonreír a mi padre.

En cuanto a mi, comencé en el instituto y me iba bastante bien. Hacia siempre los deberes y cumplía con las labores extra-escolares que me encargaban. 

La primera tarea fue algo difícil, pero la cumplí. Se trataba de reparar la caldera de la escuela. En clases de taller nos enseñaban a reparar grifos, atornillar piezas sueltas y otras cosas de fontanería. Reparar la caldera fue una prueba importante y remunerada. Me pagaron mi primer trabajo y mi padre se sintió muy orgulloso de mí. 



Un día papá vino a casa con una guitarra que había acabado de comprar. Quería aprender a tocar y así acompañarse mientras cantaba. Ya sabía un poco, pero necesitaba mejorar su habilidad. 
–¿Qué te parece mi guitarra?
-–Muy bonita... y es de buena calidad– dije mientras le echaba una mirada preocupada.
Él captó mi gesto y agregó sonriendo acariciándome con la mirada.
–No te preocupes, hija. Tenía descuento. Además si aprendo rápido podré tocar por propinas en la calle.
–Pero papá...
–Entiendo tu preocupación por el dinero,niña, pero te aseguro que es una buena inversión. No haría nada que pusiera en peligro nuestra nueva vida. Te quiero mucho, Kiara.
–Y yo a ti papá. 
Nos abrazamos y permanecimos así durante unos minutos.
Los días pasaron y el esfuerzo de mi padre comenzó a dar resultados. Los acordes de su guitarra resonaban por toda la casa, flotando a mi alrededor como niñas traviesas con ganas de jugar. Me seguían a todas partes mientras limpiaba o estudiaba, y aunque yo pretendía no escucharles, terminaban enredados en mis oídos hasta que al final dejaba de hacer lo que estaba haciendo para escucharle. Mi padre tenía mucho talento y aprendía muy rápido.

Dos semanas más tarde, llegó el momento que habíamos temido.
Una mañana se presentó el cobrador de la renta y mi padre no tenía aun el dinero para pagar. La tensión se podía cortar con un hilo.  En la cara de mi padre se reflejaba su desesperación. Su miedo a perder la casa era evidente. Cuando estaba a punto de pedirle tiempo al cobrador, este nos sorprendió diciendo:
–Por esta vez solo embargaré algunas de vuestras cosas.
Y diciendo esto tomó una silla y unos libros. 
–Tenéis una semana más para abonar la deuda. 
Y se marchó con nuestras cosas. 


Fue un momento muy desagradable. Percibí tristeza y firmeza al mismo tiempo cuando desviando la mirada mi padre murmuró:
–Recuperaremos todo con creces.Esto no volverá a pasar. Te lo prometo, Kiara. Saldremos adelante.
–Lo sé, papá. Confió en ti y yo te ayudaré.

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